Apenas crucé la reja de la casa, Gustavo me alcanzó.
Sacó unos billetes arrugados del bolsillo y me los extendió.
—Trescientos. No es mucho, pero te alcanza para sobrevivir unos días. Ya cuando se te pase el berrinche, vuelves con la cabeza baja, pides perdón y todo vuelve a la normalidad.
Ese dinero... para Beatriz no alcanzaría ni para el brunch que pide cada fin de semana.
Justo en ese momento, ella también se acercó. Le quitó los billetes a Gustavo con una sonrisa tranquila, casi dulce.
—Ay, Lisa... somos familia. No exageres. Solo se alteraron un poco, ya sabes cómo son. ¿De verdad piensas que te echarían así, sin pensarlo? Cuando te dé hambre y no tengas ni dónde caerte muerta... vas a volver solita. Ya lo vas a entender.
Al escucharla, Gustavo no dijo una palabra más. Solo bajó la mirada y guardó el dinero en silencio.
Entonces me fui. Con el cuerpo molido y el alma hecha pedazos, caminé sin rumbo, calle tras calle, atravesando toda la zona residencial.
Con lo poco que me quedab