Cuando vieron a Rita en la puerta, ella no mostró ninguna sorpresa. Ni siquiera levantó la vista.
—¿Está aquí Lisa? —preguntó Manuel, con la voz cortada—. Soy su esposo. Necesitamos hablar con ella.
Gustavo, en cambio, no pudo contenerse. La alcanzó en dos pasos y la sujetó del cuello de la blusa.
—¿Dónde está mi hermana? ¡Devuélveme a mi hermana!
Manuel lo apartó con fuerza, apurado.
Rita no dijo una palabra, simplemente echó a andar por un pasillo largo y frío. Ellos la siguieron sin hablar, con el corazón en la garganta.
Pasaron por varias puertas metálicas. Cada vez que se abría una, el aire se volvía más denso, más helado. El silencio parecía crecer en los márgenes. Hasta que, finalmente, se detuvieron frente a una última puerta.
La cámara frigorífica. Rita la abrió sin apuro. Y ahí la vieron.
Un cuerpo cubierto con una sábana blanca yacía sobre una camilla, sin movimiento, sin sonido.
Gustavo se quedó clavado en el sitio. El rostro se le desfiguró en cuestión de segundos.
—¿Qué