En la universidad, Manuel y Gustavo dejaron de darme dinero. Le creyeron a Beatriz cuando les dijo que yo gastaba todo en drogas.
Pasé años comiendo solo cuando podía, saltándome comidas día por medio.
Para no desmayarme en clase, me metí a trabajar en la cafetería del campus en mis ratos libres, solo para conseguir un plato caliente.
Rita, una de las cocineras, siempre me cuidó.
Cuando nadie miraba, me servía un poco más de carne, como quien sabía que esa era la única comida del día.
Tenía una hija que era solo un año menor que yo. Se quitó la vida después de sufrir acoso en la escuela.
Rita se fue del campus poco después, con una indemnización simbólica y el alma rota.
Años después, recordé la dirección que me había dado una vez, y la busqué.
Cuando abrió la puerta de su casita en las afueras, le hablé bajito, casi sin voz:
—Rita... cuando me muera, ¿me ayudas a llamar al crematorio?
Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.
Sacó una base de maquillaje, un labial suave y hasta un