Mi teléfono no paraba de sonar. Las notificaciones y los mensajes amenazantes eran como un martillo golpeando mi cabeza. Sabía que tanta insistencia no era porque Alan se sintiera mal por la muerte de nuestro hijo, sino porque odiaba perder el control. Estaba tan acostumbrado a que su voluntad fuera ley, que saber que un hombre más poderoso lo hubiese humillado y desafiado lo estaba volviendo loco.
—¿Por qué no contestas, Aurora? ¡Te juro que cuando te encuentre me las vas a pagar! —repetía Alan en voz alta, ante la mirada de asombro de Karoline.
Ella no podía permitirse perder el control que ejercía sobre ese infeliz, y sabía que la única forma de doblegar su voluntad era seduciéndolo.
—Basta, cariño, te necesito y sé que tú me necesitas a mí —le decía mientras se subía sobre él, besándolo y acariciándolo con frenesí.
—Karoline, en este momento no creo que sea... —murmuró él, intentando apartarla.
—Shhh... —lo silenció ella, moviéndose con sensualidad.
Alan dejó el teléfono a un lado