El dolor de cabeza sordo y un peso abrumador en el pecho fueron lo primero que sentí al despertar. La luz que se filtraba por las cortinas de seda era suave, pero aun así me molestaba. Me incorporé con lentitud, parpadeando para que mis ojos se acostumbraran a la claridad de la habitación.
Estaba en un cuarto de ensueño. Las paredes de color crema, los muebles de madera noble, la cama con dosel que me envolvía en un confort que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. No había nada familiar en el lugar. El pánico comenzó a crecer en mi interior, pero el recuerdo fugaz de los brazos fuertes de Alexander y su voz tranquilizadora de la noche anterior lo calmó un poco.
Estaba a punto de levantarme cuando la puerta se abrió de golpe y una pequeña ráfaga de energía y ruido entró en la habitación. Un niño, el pequeño Max, corrió hacia la cama y se lanzó sobre mí, abrazándome con una fuerza que me hizo jadear.
—¡Señora bonita! ¡Viniste! —dijo con la voz ronca pero llena de emoción—. ¡Ahor