El coche se detuvo frente a una mansión imponente, digna del hombre más poderoso del país.
Alexander me tomó nuevamente en sus brazos. Antes de avanzar, se detuvo un instante para mirarme; había un brillo extraño en sus ojos, pero yo estaba demasiado aturdida para comprenderlo.
—Mi niño… perdóname… perdóname por no haberte protegido… —lloraba entre balbuceos, perdida en mi estado de inconsciencia.
—Tranquila, todo va a estar bien —murmuró Alexander, acariciando suavemente mi espalda.
Los guardias le abrieron rápidamente la puerta. Aunque les resultaba extraño verlo cargar a una mujer —y más aún que la llevara a su santuario—, ninguno osó hacer un comentario. El respeto hacia él era absoluto.
—Peter, lleve un café bien cargado y unas pastillas para el dolor de cabeza a mi habitación —ordenó con voz firme.
—Enseguida, señor —respondió el mayordomo.
Alexander subió las escaleras conmigo en brazos y abrió la puerta de una habitación enorme, decorada con un gusto exquisito. Me depositó con