Después de aquella noche, desperté entre los brazos de Alexander. Sus labios se posaron suavemente sobre los míos para darme los buenos días, y yo respondí con una sonrisa que él devolvió con esa mirada que me hacía sentir la mujer más afortunada del mundo.
—Buenos días, preciosa —murmuró acariciándome la mejilla.
—Buenos días, amor —respondí con ternura.
Se incorporó lentamente, como si le costara desprenderse de la cama.
—Tengo que irme, hoy hay reunión a primera hora.
—¿No vas a desayunar? —pregunté con cierta preocupación.
—No, comeré algo en la cafetería de la empresa.
Lo abracé con fuerza, sin querer soltarlo todavía. Él me besó la frente y se despidió con una sonrisa segura.
Alexander llegó al corporativo transformado. Su porte, radiante y firme, contagiaba seguridad. Los empleados lo notaron de inmediato; las miradas se cruzaban, los murmullos recorrían los pasillos.
—El amor le ha hecho bien —comentó una de las secretarias.
—Su prometida es bellísima, no me extraña que esté a