Habían pasado tres días desde la huida nocturna de Max. El sol de la mañana bañaba el jardín de la mansión King con una luz dorada que, a simple vista, sugería una paz inquebrantable. Sin embargo, dentro de los muros de la propiedad, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Alexander sabía que no podía seguir ocultándole la verdad a su hijo. El niño había huido por miedo a lo desconocido, y el miedo solo se podía combatir con la luz de la verdad, por dolorosa que esta fuera.
Alexander encontró a Max sentado en un banco de piedra, observando a un grupo de gorriones. El niño se veía más pequeño de lo habitual, con los hombros encogidos y la mirada fija.
—Max, campeón, ¿puedo sentarme contigo? —preguntó Alexander, suavizando su voz hasta convertirla en una caricia.
El niño asintió en silencio. Alexander se sentó a su lado y guardó silencio unos instantes, buscando las palabras adecuadas. No quería traumatizarlo, pero necesitaba que Max entendiera quién era esa mujer.
—Hijo, sé que est