La atmósfera en el interior del auto era tranquila, pero cargada de esa complicidad silenciosa que solo compartían Enzo y Amatista. El motor rugía suavemente mientras el vehículo avanzaba hacia la imponente mansión Bourth, su refugio lejos del mundo. La noche cubría el camino, y las luces de la ciudad comenzaban a difuminarse a medida que se acercaban a la privacidad de la mansion
El conductor, uno de los hombres de confianza de Enzo, mantenía la mirada fija en la carretera. Enzo había bebido un par de copas en el club, lo suficiente para decidir dejar el volante en manos de otro. Por otro lado, Amatista no sabía conducir, un detalle que él siempre había prometido corregir pero que, en el fondo, disfrutaba. La idea de que ella dependiera de él para esas cosas le resultaba casi reconfortante.
Amatista, recostada contra el asiento trasero, comenzó a reír suavemente. Su risa era melódica, un sonido que siempre captaba la atención de Enzo.
—¿De qué te ríes, gatita? —preguntó él, arqueando