El primer sentimiento fue el dolor. Un latido sordo y profundo en su cadera que se irradiaba por toda la pierna. Luego, la confusión. Luces blancas, el olor antiséptico de un hospital, y rostros desconocidos que se inclinaban sobre ella.
—Tranquila, querida, estás a salvo —dijo una mujer de rostro amable y ojos preocupados. A su lado, un hombre de mediana edad asentía con gesto serio.
—Soy Luisa. Y este es mi esposo, Gustavo. Te… te atropellamos con el auto. Huías de unos hombres. ¿Recuerdas algo?
Amatista—o la persona que había sido—abrió la boca para hablar, pero solo salió un quejido ronco. Su mente era un vacío blanco, un lienzo borrado donde solo quedaba el eco del miedo y el dolor físico.
—No… no recuerdo —susurró, y el terror al escuchar su propia voz, extraña y vulnerable, fue casi tan fuerte como el dolor.
El médico confirmó lo que ella ya sentía: conmoción cerebral, esguince severo y, lo más impactante, un embarazo de pocas semanas. La noticia la dejó sin aliento. Un bebé. D