La guarida de los Leones Rojos no era un bar sucio, sino una suite en el piso superior de un hotel decadente, con vista a las grúas del puerto que Silas anhelaba controlar por completo. El aire olía a cigarros caros y ambición.
—Es una locura, Silas —gruñó Marco, su lugarteniente más veterano, con una cicatriz que le cruzaba el labio—. Aliarnos con Bourth es como abrazar un torpedo. Puede hundir a los Salvetti, sí, pero ¿y después? ¿Crees que se irá tranquilamente una vez tenga a su mujer?
—No se irá —dijo otro, un hombre más joven llamado Leo—. Nos verá como la siguiente amenaza para su «gatita». Seremos nosotros los siguientes en la lista.
Silas observaba el puerto desde la ventana, las manos en los bolsillos de su impecable pantalón.
—Tienen razón —dijo, sin volverse—. Bourth es un psicópata posesivo. Un animal de una sola idea.
Se giró lentamente, su mirada gris barriendo la habitación.
—Pero es nuestro psicópata. Por ahora. Los Salvetti se han vuelto demasiado fuertes. Sus Halcon