La lluvia fina caía sobre los muelles, encubriendo el sonido de sus movimientos. Massimo, Paolo y Emilio avanzaban como espectros entre las sombras de containers apilados. El almacén, una estructura oxidada y olvidada, estaba más vigilado de lo que parecía. Dos hombres con pasamontañas, fumando bajo un alero, fueron neutralizados con una rapidez silenciosa y brutal que hablaba de años de experiencia.
La puerta se abrió sin resistencia. El interior era un paisaje desolador: colchones sucios en el suelo, cadenas oxidadas y un olor a desesperación que se pegaba a la piel. Massimo recorrió el lugar con la linterna, su rostro, usualmente relajado, era una máscara de puro desprecio.
—No está —declaró Emilio, registrando una última esquina vacía.
Paolo, que vigilaba la entrada, hizo una seña. Habían capturado a un tercer guardia que intentaba huir por la parte trasera. Lo arrojaron al suelo enfangado frente a Massimo.
—La mujer —preguntó Massimo, sin alzar la voz. La amenaza en su tono era s