Capítulo 27. Nada serio que ofrecer
Escuché el sonido de la puerta abrirse lentamente y, cuando levanté la mirada, la vi salir del baño envuelta en una toalla blanca que apenas cubría su piel húmeda y brillante bajo la luz tenue del salón. El aliento se me cortó; mis ojos se quedaron fijos como platos, incapaces de apartarse. Cada centímetro de ella parecía dibujado para provocar, y yo lo sabía.
Se agachó un instante para recoger su ropa del suelo, moviéndose con esa mezcla de gracia y desdén que la hacía absolutamente irresistible. Luego, levantó la mirada hacia mí y habló con esa voz fría, firme, directa:
—¿Te quieres ir así… o prefieres ducharte antes?
Mi corazón dio un vuelco. El choque entre el deseo y la razón me dejó un instante paralizado. Finalmente, logré articular con un hilo de voz:
—Me… ducharé en mi casa.
Ella asintió con una rapidez que no admitía discusión y, sin perder tiempo, se sentó en el borde del sofá. Frente a mí, mientras yo aún la miraba con los ojos como platos, procedí a quitarme el condón. Lo