Mundo ficciónIniciar sesiónLa lluvia caía con furia, convirtiendo el asfalto del estacionamiento en un espejo oscuro. Valeria se apretujaba bajo el estrecho techo de la parada de autobús, su uniforme ya moteado por la humedad que se filtraba. El Bentley negro permanecía inmóvil, como una bestia dormida, a solo veinte metros de distancia. Él estaba dentro, lo supo. Podía sentir el peso de su mirada a través de la cortina de agua.
La puerta del coche se abrió. Damián Rey emergió con un paraguas negro y enorme que parecía absorber la poca luz que quedaba. Cruzó la distancia entre ellos con unos pocos pasos largos y decididos, deteniéndose justo al borde de la lluvia, frente a ella. —El autobús de la línea 42 —dijo, no como una pregunta, sino como una afirmación—. Suele averiarse con esta lluvia. Llevas quince minutos aquí tiritando. Valeria, sorprendida de que supiera qué autobús tomaba, se ajustó la mochila. —No pasa nada. Ya debe de estar llegando. —Mentiras de nuevo —respondió él, con una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Tu mirada escudriña la carretera desesperadamente. Sube. Te llevo a casa. Ella negó con la cabeza, instinto puro. —No puedo aceptarlo, profesor. No es… apropiado. —Lo apropiado —replicó él, con un tono que no admitía réplica— es no dejar que una de mis alumnas más prometedoras coja una pulmonía. Además, no es una sugerencia. Es una condición para repasar tu último trabajo. Sube, Valeria. La mención del trabajo académico le dio una excusa débil, pero suficiente. Con el corazón golpeándole las costillas, se deslizó desde su refugio y se apresuró a entrar en el coche, bajo la protección de su paraguas. La puerta se cerró con un clic suave y ensordecedor. El interior era un mundo aparte: silencioso, cálido y perfumado con ese aroma a cuero y madera que le era ya tan familiar. Él tomó asiento al volante y guardó el paraguas. —La dirección —pidió, mientras el motor cobraba vida con un rugido contenido. —Calle Los Pinos, número 24 —murmuró ella, abrochándose el cinturón con manos temblorosas. —El barrio de San Miguel —comentó él, poniendo la dirección en la pantalla táctil. Su voz era neutra, pero Valeria sintió una punzada de vergüenza. Todo el mundo sabía cómo eran las casas en San Miguel. El Bentley se deslizó por las calles brillantes. El silencio dentro del coche era tan pesado como la lluvia fuera. —Tu ensayo —dijo Damián, rompiendo el hielo—. Sobre la dualidad en Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Dices aquí… —hizo una pausa breve, como si leyera de un texto invisible— “La batalla no es entre el bien y el mal, sino entre la máscara que la sociedad exige y el monstruo que la libertad crea”. ¿De dónde sacaste esa idea? Ella se aferró a la pregunta como a un salvavidas. —De la experiencia, profesor. Todos tenemos un Hyde dentro, pero solo algunos tienen el valor, o la desgracia, de dejarlo salir. Él ladeó ligeramente la cabeza, sin apartar la vista de la carretera. —¿Y tú? ¿Qué máscara te exige tu sociedad, Valeria? La pregunta la pilló desprevenida. —La de la chica fuerte. La que sonríe a pesar de todo. La que no se rinde. —¿Y el monstruo que tu libertad crearía? —insistió, su voz bajando a un susurro seductor y peligroso. —No lo sé —respondió ella, mirando por la ventana las calles que se volvían más estrechas y oscuras—. Tal vez uno que ya no tuviera que sonreír. Damián guardó silencio un momento. —Cuidado con lo que deseas, Valeria. A veces, dejar de sonreír es el primer paso para convertirte en algo que ya no reconoces. Giraron hacia su calle. Valeria sintió cómo se encogía en el asiento. La fachada desconchada de su edificio se acercaba, un gris tangible que manchaba el paisaje. Él detuvo el coche frente al portal, pero no desactivó el seguro de las puertas. —Aquí es —dijo ella, con prisas repentinas. Su mirada recorrió la fachada, los buzones abollados, la pintura descascarillada. No había juicio en su rostro, solo una evaluación fría. Luego, sus ojos volvieron a ella. —No encajas aquí —declaró, como si estuviera afirmando un hecho científico incuestionable. —Es mi casa —replicó Valeria, con un deje de defensa en la voz. —Un lugar es solo cuatro paredes. Un hogar es algo completamente distinto. Esto… —hizo un gesto leve con la mano hacia la ventana— …esto es una cárcel. Y tú eres la única cosa con color en ella. Ella lo miró, sin aliento. Sus palabras no eran de lástima, sino de reconocimiento. Un eco exacto de lo que ella misma sentía cada día. —Tengo que irme —dijo, buscando el mecanismo de apertura—. Gracias por el ascenso, profesor. —Damián —corrigió él, suavemente—. Cuando no hay otros alumnos alrededor, puedes llamarme Damián. Antes de que ella pudiera procesar eso, su mirada se desvió más allá de su hombro, hacia la ventana. Se había fijado en algo. Un moretón violáceo y amarillento que asomaba bajo la manga de su chaqueta, justo en la muñeca. El que había intentado ocultar todo el día. El ambiente en el coche cambió. La calidez se evaporó, reemplazada por una tensión gélida. —¿Qué te pasó en la muñeca? —preguntó, y su voz había perdido toda su seducción anterior. Era plana, cortante como el acero. Ella se tiró de la manga instintivamente, el corazón galopándole. —Nada. Me tropecé con una puerta. —Las puertas —dijo él, girando lentamente la cabeza para clavarle sus ojos oscuros— no dejan marcas de dedos. Valeria sintió que el mundo se le venía encima. Él lo sabía. Podía ver a través de sus mentiras, de su ropa, de su sonrisa fingida. Podía ver la fea verdad que se escondía detrás. —Tengo que irme —repitió, con la voz quebrada. Esta vez, él accionó el seguro central con un clic sutil. —Valeria —dijo, y su tono era ahora peligrosamente amable—. Hay puertas de las que uno puede apartarse. Y hay… puertas… que alguien debería tener la valentía de cerrar para siempre. Piensa en eso. La miró fijamente, transmitiendo un mensaje que ella no podía, o no quería, descifrar por completo. —Tu ensayo sobre la dualidad es sobresaliente. Pero la teoría es inútil sin práctica. Considera esto tu primera lección práctica: identificar qué es una máscara y qué es el monstruo real en tu vida. Finalmente, desbloqueó las puertas. —Hasta mañana, Valeria. Ella salió del coche como si escapara de una jaula, la lluvia fría golpeándole el rostro y dándole la bienvenida a su gris realidad. Corrió hacia el portal sin mirar atrás. Dentro del Bentley, Damián no se movió. Observó cómo la frágil figura desaparecía en la penumbra del edificio. Su mirada, fija en la puerta que se cerraba, era glacial. Encendió el teléfono y marcó un número, rápido y eficiente. —Es Rey —dijo, su voz ahora era la de un hombre de negocios, fría y distante—. Necesito toda la información sobre un tal Sr. Solís. Residente en Calle Los Pinos, 24. Háganlo discreto. Y… prepárenme el dosier de becas completas. Tengo un candidato ideal. Cortó la comunicación y arrancó el coche, deslizándose de vuelta hacia su mundo de sombras y poder. Pero en su mente, una imagen persistía: la de una chica con un moretón en la muñeca y una dignidad inquebrantable en los ojos. Una mancha de color en su mundo gris. Y supo, con la certeza absoluta que lo guiaba en todo, que no descansaría hasta poseer ese color, sin importar el coste.






