La comida llegó como siempre: una ceremonia de silencio y precisión. Una mujer joven abrió la puerta y dejó la bandeja en la entrada con maniobras aprendidas —no miró demasiado, solo posó la bandeja, inclinó la cabeza y se marchó con la ligereza de quien ha cerrado ya su parte del trato—. El arroz humeaba; el olor a miso rozaba los bordes del tatami; los pétalos del té flotaban en un cuenco al lado. Todo era pulcritud, incluso la indiferencia que disimulaba vigilancia.
Erika vio la bandeja desde la distancia de su futón; la estudiaba con los ojos de quien examina una mancha sin decidir si limpiarla o conservarla. El cuarto olía a madera y a incienso. Afuera, por la rendija de la cortina de bambú, podía oírse el rumor de los guardias avanzando por el perímetro, el tropel metódico de botas que marcan un compás: izquierda, derecha, silencio, otra ronda. La casa respiraba seguridad. Pero... ¿de verdad era para evitar que ella saliera o para evitar que alguien entrara?
Se acercó con pasos