Todo allí daba la impresión de estar sispendido en el tiempo. Aunque habían elementos contemporaneós, la tradición estaba impreganda en cada rincón. La casa olía a incienso y a metal. El tatami absorbía el silencio con la voracidad de un animal que no admite errores; las lámparas arrojaban una luz pálida, religiosa, y las sombras se plegaban en las esquinas como obedientes discípulos. Las alfombras eran austeras, los arreglos florales minuciosos. Afuera, Tokio respiraba indiferente; adentro, la ceremonia tejía su tela de hielo.
Erika estaba ahí, inmóvil, como si su cuerpo fuera ahora un trono que había que respetar. Vestía un kimono que no era el de novia blanca que imaginarían en cualquier cuento: era oscuro, de seda pesada, con detalles bordados que recordaban olas y sombras. La tela le ceñía la cintura como una promesa rota. Sus manos —manos que habían aprendido a pegar y a desarmar— sostenían el chawan con la firmeza de quien no podía dar más. Por dentro ardía: no por ilusión, sin