La villa Bellandi se estiraba ladera abajo como un trozo de poder clavado en la montaña: muros de piedra antigua, cipreses que apuntaban al cielo como dedos acusadores, hileras de vides que matizaban el aire con un olor de fruta a punto de estallar. Era mediodía y el calor apretaba la piel; dentro, sin embargo, el aire de la casa tenía la temperatura de una cámara de contabilidad: frío, exacto, con menos brillo que intención. Allí, entre botellas de vino y mapas, Dante esperaba noticias con la calma encendida de quien sabe que una chispa puede prender una comarca entera.
El que trajo el mensaje era Paolo, unos de sus hombres de confianza, con la corbata desanudada, los ojos hinchados por la falta de sueño. No venía solo para hablar de negocios; traía imágenes digitales, retazos de información que se mordían entre sí. En la mesa del despacho, la pantalla proyectó —antes de que alguien hablara— el gesto elemental de una ciudad al otro lado del mundo: humo, coches negros, un salón con cr