La lluvia había dejado el jardín empapado en un brillo que multiplicaba las linternas. La casa de Takeshi, esa mezcla de madera centenaria y vidrio moderno, respiraba un silencio tenso; las sombras se pegaban a las paredes como si quisieran esconderse de la mirada del hombre que llegaría. Los sirvientes conocían el signo: cuando el wakagashira venía, las cosas pasaban de ser simples rutinas a ejercicios de etiqueta mortal. Se apartaban, no por respeto fácil, sino porque el aire traía un mandato.
La puerta principal se abrió sin proclamas. Masanori Takahashi —wakagashira y cabeza gris del clan— descendió de su coche con la lentitud de quien no teme al tiempo. Era un anciano en apariencia, pero la edad solo le había quitado arrugas; la autoridad seguía intacta, afilada como una hoja. Vestía un haori oscuro sobre un kimono sobrio, y su bastón solo servía para marcar el paso, no para sostenerlo. A su alrededor, hombres que respondían a su nombre movían discretos paquetes y desplegaban, co