La mañana no entró con estruendo; se filtró tímida. La luz que lograba colarse por los paneles cerrados era pálida, teñida de gris, y dibujaba sobre el edredón líneas suaves y frías. El cuarto respiraba aún el calor de la noche, pero ahora ese calor se mezclaba con la gravedad nueva que pesaba sobre la casa: la responsabilidad que acababa de caer sobre hombros jovenes, pero firmes.
Takeshi despertó como quien termina de recordar algo que no quiere admitir: despacio, sin sobresaltos. Permaneció un instante con los ojos abiertos, dejando que la penumbra lo envolviera, y fue entonces cuando la vio a su lado. Erika estaba todavía en kimono, de espalda a él, la nuca apenas asomando bajo el moño descuidado del cabello; la tela del kimono dibujaba la silueta de sus hombros, la curva de sus costillas. A él le vino una risa pequeña, casi incrédula, una risa ahogada sin alegría —la clase de risa que nace de la extrañeza ante la terquedad infantil.
«Testaruda hasta durmiendo», pensó. «Como una n