La sala de reuniones del clan no tenía la teatralidad solemne de una película; era, en su austeridad, la maquinaria fría de un poder que no perdona distracciones. Ventanales con persianas eléctricas dejaban entrever la noche de Tokio como una malla de luces y promesas ajenas; debajo, una mesa ancha de madera ennegrecida ocupaba todo el centro, rodeada de sillas de cuero. Pantallas integradas presentaban mapas de rutas, contenedores, números: la economía del control traducida en cifras. En una esquina, una fila de auriculares y micrófonos colgaban como armas silenciosas. Todo olía a café demasiado amargo y a metal caliente: el olor del trabajo que no permite sentimentalismos.
El Wakagashira, Masanori, estaba sentado en una silla baja junto a la cabecera, su costado vendado y su respiración aún corta por la herida. No había puesta en escena para su estado: su traje estaba sin la corbata, y cada vez que intentaba apoyar la mano en la mesa, una mueca de dolor lo traicionaba. Su presencia,