La habitación estaba pensada para ser un refugio: paredes de cristal polarizado que, a voluntad, se volvían espejo o cegaban la vista; una cama baja, blanca, impecable; un baño en suite cerrado con una puerta que se accionaba por huella. Pero la seguridad —como siempre en la casa de una persona metida hasta el cuello en la mafia— pensó primero en la contención. Cámaras diminutas en las esquinas; sensores de movimiento pegados a los marcos; un pequeño panel con luces rojas y verdes que marcaban el pulso de la vigilancia. Lo que para una mujer decente habría sido una suite de lujo, para Erika era una cárcel con vistas: desde la noche se veía la ciudad como una constelación de promesas ajenas y coches que no pasaban por su vida.
Ya no estaba sola en la pequeña habitación austera, que le asignaron cuando llegó. No. Ahora estaba en una que debía compartir con su esposo.
Miró la cama y sintió un ligero alivio al ver que era enorme. Al menos, no tendría que dormir muy cerca de Takeshi.
Erika