Marco apenas notó el golpe seco que lo dejó en el suelo; lo único real era el sabor de la sal en la lengua y un hormigueo ardiente que le recorría la palma. Cuando abrió los ojos, la luz era una raya amarilla que venía de una bombilla colgante—parpadeante, sucia—y la celda olía a humedad, a aceite de motor, a lejía barata y a metal viejo. Había un lado de la pared donde las olas venían a morirse en un murmullo sordo; el resto era piedra, moho y cicatrices hechas por otros hombres.
Lo habían lanzado allí con la precisión de una sentencia.
Hombres con gabardinas y miradas cortantes lo habían empujado, como quien entrega un paquete con instrucciones de no abrir. No había aliados; no había ventanas. Sólo pasos que se alejaban, risas bajas que no buscaban sonar alegres, y el metal de la verja que se cerró con un clic final y definitivo.
De repente, apareció un tipo con la bata manchada, un médico viejo o alguien que fingía serlo: manos firmes, dedos con callos de quien ha visto demasiadas