La casa de Takeshi ya no olía a sólo madera y té templado: olía a vigilancia. Había una lógica metálica que se había posado en cada estancia, una red de miradas y lentes que convertía el hogar en cuartel. Desde la ventana, la tarde parecía una acuarela que había sido pintada sobre vidrio blindado: los jardines continuaban perfectos —grava rastrillada en líneas obsesivas, bambús peinados por manos que no dejaban ni una brizna fuera de lugar—, pero la vida natural se movía ya con discreción, como si hasta los pájaros supieran leer el perfil de los que patrullaban.
Los siguientes días fue solo un rumor en el pasillo: voces graves que no saludaban, perros entrenados que ya no se contentaban con olfatear por curiosidad, sino que examinaban cada sombra. Luego vinieron las cosas concretas; las cosas que se sienten como una pared: cámaras pequeñas como ojos húmedos incrustadas en las vigas, focos automáticos escondidos en faroles de papel, sensores que hacían brillar la noche cuando alguien a