El despacho parecía un animal que había envejecido educadamente: madera oscura, estantes cargados de volúmenes que olían a humo y tiempo, la alfombra gastada en el sitio donde Dante siempre apoyaba los pies. Afuera, la lluvia barría las colinas como si quisiera lavar la culpa de la tierra; adentro, la luz era cálida, amarillenta, y el reloj de pared golpeaba los segundos con la lentitud propia de las sentencias. Sobre la mesa central, desplegado como un campo de batalla en miniatura, había un mapa de carreteras y puertos, marcas hechas con tiza, un cuenco con cascarillas de café, y una botella de amaro abierta que ya había perdido su promesa de embriaguez para quedar en silencio, a medias.
Los hombres entraron sin hacerse anunciar —eran leales de siempre, la clase que al pasar no pregunta por qué su patrón los convoca; simplemente acuden—. Gianluca y Alexei llegaron juntos, con las caras tensas, las manos aún calientes por el camino. Fabio cruzó el umbral con la calma de los que lleva