El lugar parecía haberse convertido en una escena donde todo estaba previsto para que la vergüenza tuviera su noche. Las linternas habían sido afinadas, las sombras colocadas con paciencia de artesano. Desde la casa, la arboleda proyectaba siluetas recortadas, y el aire olía a viento frío mezclado con el tenue humo del incienso que seguía ardiendo en el vestíbulo: un olor que en la casa significaba oración, memoria, control. Los hombres de Takeshi se movían como una extensión de su voluntad: silenciosos, secos, eficaces. Cuando apareció el vehículo que traía a Marco, lo hicieron descender con la misma parsimonia con que se presenta a un condenado ante la corte.
Marco cayó a la vista como alguien a quien ya le habían quitado el tiempo. La sangre le secaba en el labio; un corte en la ceja le había abierto una línea carmesí que cruzaba la frente como una carta rota. Sus ropas estaban sucias por el forcejeo; sus manos, atadas, temblaban no por frío sino por la rabia contenida. Lo llevaron