Horas antes...
La noche seguía una disciplina distinta en la casa de Takeshi: las sombras se acomodaban donde él quería y las luces sólo iluminaban lo que convenía mostrar. En una sala alta, desde donde la residencia parecía un modelo de porcelana, Takeshi estaba de pie junto a una ventana de cristal que enmarcaba el jardín como si fuera un cuadro que se hubiera decidido observar hasta el fin. Llevaba un abrigo oscuro; la manga le cubría apenas la muñeca. A su alrededor, sus hombres se movían con la precisión de relojeros, ajustando radios, comprobando posiciones en pequeños mapas, afilando los detalles como quien pule un arma.
—¿Lo tienes todo? —preguntó él sin girarse.
Un hombre bajito, con la frente húmeda de concentración, asintió. En la pantalla que mostraba el perímetro, puntos de luz se convertían en rutas, rutas en probabilidades. Ahí, entre trazos y números, estaba la trampa: una ilusión tejida con varias manos.
—Se han quitado las patrullas externas —dijo el hombre—. Los gua