Dos días pasarondesde que el caos se desatóen la villa Bellandi. El mármol agrietado de las fuentes ya no rezumaba agua sino cicatrices. Las estatuas partidas y los escombros habían sido recogidos con manos temblorosas, manos que aún llevaban sangre seca entre las uñas. Los restos de los leales caídos —hombres que habían servido a Dante hasta su último aliento— ya habían sido enterrados en lo más alto del jardín, bajo los olivos, donde el viento aún olía a pólvora.Los cuerpos de los hombres de la Camorra y la Cosa Nostra habían sido reclamados por sus respectivas familias. Se los llevaron en silencio, sin discursos ni lamentos, porque en la guerra no hay tiempo para el duelo, solo para planear el próximo movimiento. Se hablaba en voz baja, entre las sombras de los corredores, de una alianza que se tejía con rabia y sed de venga
El salón era amplio, adornado con retratos antiguos y vitrinas de cristal que resguardaban botellas de whisky envejecido y armas de colección. El humo de los puros flotaba denso en el aire, mezclándose con el olor a cuero, sudor y resentimiento. Una única lámpara colgante bañaba la larga mesa de roble con una luz amarillenta, lanzando sombras largas sobre los rostros de los hombres reunidos allí.—Siempre lo supe —espetó un hombre de mandíbula cuadrada y ojos pequeños, exhalando una bocanada de humo—. Dante Bellandi fue un error de continuidad. Le dieron un trono solo porque nació con el apellido adecuado. Ni siquiera se ha manchado las manos como los verdaderos hombres.Una risa gutural resonó al otro lado de la mesa. Era Severino Cutraro, un viejo de piel curtida, barba rala y mirada astuta, con cicatrices que hablaban de una juventud violenta. Jugaba con un anillo g
La noche había caído sobre Moscú con la elegancia gélida de un susurro. A través de los grandes ventanales, los copos de nieve danzaban suavemente como si ejecutaran una coreografía invisible. Las luces doradas del salón se reflejaban en los cristales, creando un efecto de vitral sacro, como si el lugar fuese el altar de una ceremonia torcida.Svetlana estaba sentada a una mesa larga y desmesurada, cubierta por un mantel de lino blanco impoluto. Candelabros de plata ardían con una llama firme, proyectando sombras danzantes sobre los muros altos decorados con molduras barrocas. Todo era perfecto. Demasiado perfecto. Tan perfecto que dolía.El vestido azul topacio que llevaba puesto resaltaba el color pálidode su piel, pero lo que realmente la inquietaba era el diseño. A primera vista, parecía una pieza de alta costura: bordado delicado, falda de tul vaporosa, mangas semi transparen
La habitación era distinta. Más grande, más cálida, con una cama de sábanas limpias y una colcha de lino beige que parecía haber sido recién planchada. Había una lámpara en la esquina, cuya luz amarillenta bañaba el ambiente con una suavidad engañosa, como si intentara maquillar la oscuridad que había detrás de todo eso. Incluso había un baño privado con una toalla doblada y jabones pequeños como en los hoteles de lujo. Pero no había ventanas. Y la puerta… seguía cerrada con llave.Svetlana estaba sentada sobre la cama con las piernas juntas, las manos entrelazadas sobre el regazo y los hombros rectos. Su espalda apenas tocaba el cabecero. No se recostaba. No podía. Era como si el solo hecho de descansar fuese una traición a sí misma.Tenía los ojos fijos en la puerta.No parpadeaba.No pestañeaba.Solo miraba.Y no pensaba en nada.O al menos, eso era lo que intentaba hacer.Porque pensar significaba recordar. Y recordar… dolía.El cuerpo no le dolía aún, o al menos no de la forma en
Las últimas tres noches habían sido un infierno de pensamientos. Dante no había podido dormir, no realmente. Había cerrado los ojos, sí, pero su mente seguía despierta, corriendo en círculos, afilando ideas como cuchillas, descartando lo inútil y puliendo lo necesario. Volvía a los mapas mentales, a las rutas de escape, a los rostros de sus enemigos… reorganizando cada parte del plan como si su vida dependiera de ello. Porque esta vez, dependía. Su vida, la de Svetlana, y la de todos los que llevaban su nombre en el pecho.Y cuando el tercer amanecer lo encontró despierto, con los vendajes aferrados a su torso como un recordatorio de su fragilidad, supo que ya no había vuelta atrás.La habitación estaba en penumbra. Un halo tenue se filtraba por la rendija de la persiana, proyectando líneas difusas sobre el suelo de madera y las sábanas blancas, arrugadas, de la cama de hospital. El aire olía a desinfectante y a algo más denso: incertidumbre.Dante se incorporó con esfuerzo, los venda
El silencio en la habitación era espeso, casi tan opresivo como las paredes que la rodeaban. Había algo cruelmente irónico en la comodidad del lugar.Una semana.Una maldita semana sin noticias del mundo real. De Italia. De Dante.La mente de Svetlana se negaba a hacer espacio para la idea, pero cada día que pasaba sin señales de vida… cada minuto de silencio… cada noche allí... la pregunta volvía a martillarle el pecho:¿Y si estabamuerto?¿Y si lo había perdidopara siempre?El aire se volvió más denso en sus pulmones. Cerró los ojos un instante y los abrió con fuerza, negándose a llorar. Pero era inútil. Las lágrimas brotaron sin permiso y cayeron, silenciosas, mientras ella permanecía sentada sobre la cama.Levantó la vista. El reloj de pared marcaba las 7:45 p.m.Otra
La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora mojada en gasolina.Una chispa bastó.Una llamada desde un sitio recóndito enReggio Calabria, y el rumor corrió como alma que lleva el diablo.Dante Bellandi estaba muerto.Florencia fue la primera en reaccionar. Le siguieron Génova y Milán. Luego, en las callejuelas humeantes de Nápoles, los clanes de la Camorra compartieron la noticia entre susurros y carcajadas contenidas. Pero fue en Calabria donde el silencio se volvió espeso, donde la sombra de ese apellido aún tenía el poder de helar la sangre o encenderla.—¿Estás seguro? —preguntó uno de los viejos patriarcas de Gioia Tauro, con sus dedos aferrados a un rosario ennegrecido por los años—. ¿Dante Bellandi ha caído?—Eso dicen. Unabala en el pecho. No sobrevivió. Fueron los
La habitación era hermosa. Un santuario de lujo clásico, decorado al más puro estilo imperial ruso. El papel tapiz de damasco rojo y dorado abrazaba las paredes con una calidez engañosa, mientras unas cortinas de terciopelo burdeos colgaban pesadamente a ambos lados de una gran puerta de madera tallada, cerrada desde fuera. En las esquinas, molduras doradas dibujaban arabescos como en los salones de los antiguos palacios de San Petersburgo. Un candelabro de cristal colgaba del techo, lanzando reflejos sobre los espejos biselados y el suelo de madera oscura. Todo allí hablaba de refinamiento, de historia, de poder.Y, sin embargo, en el rincón más alejado, acurrucada como un animal herido, esa opulencia no significaba absolutamente nada.Svetlana se encontraba sentada sobre una alfombra persa, abrazando sus rodillas. Llevaba puesto un vestido de seda azul oscuro, arrugado por el peso de su cuerpo encogido. El cabello caía suelto sobre su rostro, enredado y apagado. No había maquillaje,