Llegaron en silencio: las tres camionetas oscuras se detuvieron con precisión delante de un tramo comercial típico de la ciudad —no un centro comercial anónimo, sino un corso largo, con aceras amplias, fachadas ocres y persianas de madera—. La arquitectura tenía esa urgencia mediterránea, balcones de hierro forjado donde tendederos se mezcían con macetas, toldos rayados que abanicaban las vitrinas. Al sol, el empedrado devolvía un brillo pálido y las gentes de la mañana se escabullían entre escaparates y buzones. El lugar olía a pan recién hecho, a sal y a gasolina; también, apenas, al paso del tiempo: un sitio donde las tiendas de siempre convivían con boutiques nuevas, y las madres con carritos empujaban a los hijos hacia la escuela.
—Hoy olvidaremos un poco el caos —le murmuró Svetlana a Dante mientras bajaban del coche, sujetando su abrigo con la mano libre y la otra protegiendo la curva de su vientre.
Dante la miró como quien ofrece la promesa más firme que posee.
—Prometido. —Su