El teléfono sonó como un cuchillazo en la madrugada: estridente, preciso, arrancando a Dante del borde entre el sueño y la vigilia. Tardó un segundo en enfocar, en adivinar el brillo azul de la pantalla, y contestó sin mirar el nombre.
—¿Sí? —su voz aún venía arrastrada del sueño.
—Ya estamos en Washington —contestó Asgeir, al otro lado, con voz firme pese al cansancio—. El equipo ya está desplegado. Fabio está bajo custodia. Todo está bajo control.
Dante se incorporó despacio en la cama. La habitación todavía guardaba el calor de su cuerpo; las cortinas corridas dejaban una franja pálida que cortaba el cuarto como una herida abierta. Sobre la mesita, el vaso con agua del anochecer tenía el borde empañado de saliva. Miró la ventana, la villa dormida, y respondió en un hilo.
—Mantén al tanto de cualquier cosa —dijo.
—Entendido. Tú descansa, por favor.
Cuando colgó, el silencio volvió a ser un animal enjaulado, más peligroso por ser silencioso.
Svetlana se removió a su lado. El movimien