La puerta se abrió con un golpe seco que partió la noche en dos. Leo, que por fin se había rendido al cansancio de estar toda la noche haciendo cosas de hacker, dio un respingo en la cama, como si el colchon le hubiera lanzado una descarga. Un monitor encendido bañaba la habitación con un resplandor frío; los cables colgaban como enredaderas de una selva de metal. El cuarto olía a café viejo y a ozono de ordenador.
Cuando Leo giró, lo encontró de pie en el umbral: Dante. No necesitó hablar para decir que aquello no era una visita de cortesía. Dante no sonrió. No pudo. Había en su figura algo de implacable tribunal: una calma tan profunda que resultaba más peligrosa que la rabia.
—Quiero que envíes un mensaje a la DEA —dijo Dante sin preámbulos—. Y ahora.
La voz le cayó a Leo encima como una orden militar, limpia y sin fisuras. Se incorporó en un salto, los músculos agarrotados por el sueño y por la tensión, y antes de que pudiera responder ya tenía una mano en el portátil. El teclado