Dos días pasaron desde que el caos se desató en la villa Bellandi. El mármol agrietado de las fuentes ya no rezumaba agua sino cicatrices. Las estatuas partidas y los escombros habían sido recogidos con manos temblorosas, manos que aún llevaban sangre seca entre las uñas. Los restos de los leales caídos —hombres que habían servido a Dante hasta su último aliento— ya habían sido enterrados en lo más alto del jardín, bajo los olivos, donde el viento aún olía a pólvora.
Los cuerpos de los hombres de la Camorra y la Cosa Nostra habían sido reclamados por sus respectivas familias. Se los llevaron en silencio, sin discursos ni lamentos, porque en la guerra no hay tiempo para el duelo, solo para planear el próximo movimiento. Se hablaba en voz baja, entre las sombras de los corredores, de una alianza que se tejía con rabia y sed de venga