La luz de la tienda parecía haberse vuelto más densa, como si el aire mismo hubiera decidido contener la respiración. Los maniquíes con ropa de recién nacido colgaban en silencio, indiferentes, mientras la música de fondo seguía con su ritmo anodino, ajena a lo que hervía en el probador. Svetlana, aún con el vestido camisero medio puesto, miró fijamente a Fiorella.
Fiorella la observó como si viera a la personificación de todo lo que le había arrancado la vida. Sus ojos eran dos carbones encendidos, sin compasión.
—¿Qué creíste, rusa? ¿Que podías quitarme a Dante? ¿Que podías matar a Fabrizzio y salirte con la tuya? —escupió Fiorella, las palabras afiladas—. ¡Me quitaste todo, mi vida, mi futuro!
Svetlana intentó colocar una distancia con la voz, como quien pone una barrera antes de una tormenta.
—Calma, Fiorella, tienes que tranquilizarte, no estás pensando con claridad —dijo, las manos abiertas en un gesto de pacificación, buscando tiempo, buscando palabras que apaciguaran el incend