Versano permaneció inmóvil un segundo más de lo estrictamente necesario, como saboreando la gravedad de lo que había en esa sala. La luz fría del búnker caía en líneas duras sobre las carpetas, dejando flotar partículas de polvo que parecían pequeñas promesas rotas. El silencio era denso, medido —un silencio con memoria—; sólo el zumbido remoto del equipo de climatización le recordaba que seguía vivo.
Abrió la primera carpeta y una ráfaga de olor a papel viejo y tinta salpicó sus recuerdos. Nombres. Fotos. Transcripciones. Cada hoja era una muesca en la dignidad de una nación, una cadena de complicidades que atravesaba desde alcaldías locales hasta despachos que nunca imaginaría manchados de algo así. Versano repitió mentalmente una y otra vez los apellidos que leía, como si la repetición pudiera darle derecho a creer lo que tenía en las manos.
Se pasó la mano por la cara. La piel le ardía; no era sólo el sopor de la tarde, era la sensación de haber heredado, de golpe, una carga demas