Minutos antes...
El búnker, insonorizado y construido como un refugio impenetrable, ya no se sentía seguro. Las luces fluorescentes parpadeaban de forma intermitente, tiñendo las paredes de concreto de un blanco sucio, casi enfermizo. El aire, denso y cargado de miedo, se hacía más pesado con cada segundo que pasaba. Los estruendos afuera eran cada vez más cercanos, cada golpe contra la puerta de acero reforzado reverberaba en los huesos como si el mismísimo infierno estuviera intentando entrar.
Detrás de una hilera de camas volcadas y una mesa de acero oxidada, Tatiana abrazaba a Ania con fuerza, sus cuerpos temblando al unísono. Enzo, escondido entre los brazos de Olivia, sollozaba en silencio, el rostro hundido contra su pecho. Alexei sabía que el niño estaba haciendo un esfuerzo por no gritar, por no dejar que el miedo lo venciera. Pero todos los presentes sabí
Dante la vio. Allí, entre el humo y las ruinas, estaba Svetlana. Con el vestido de novia rasgado, manchado de barro y sangre. Su cabello, que había sido cuidadosamente recogido, caía en bucles deshechos sobre sus hombros temblorosos. Sus ojos estaban abiertos de par en par, llenos de lágrimas y terror.También vio la pistola. La maldita pistola negra que Nikolai presionaba contra su sien.—No… —susurró Dante, y sintió que el suelo se le abría bajo los pies.Detrás de Nikolai, varios hombres armados apuntaban directamente a los suyos. A su madre, que apretaba los labios en una mezcla de furia y desesperación. A Olivia, pálida como una estatua. A Enzo, que se escondía detrás de su madre sin entender del todo lo que ocurría. A Tatiana y Anya, rodeadas, inmóviles, sabiendo que un solo movimiento en falso podía significar el fin.&
El olor a sangre y pólvora saturaba el aire, espeso como una tormenta sin descarga. El jardín de la villa Bellandi era ahora un cementerio improvisado, con cuerpos esparcidos entre los restos calcinados de la boda que apenas fue. Pero no había tiempo para lamentos. No para Fabio.—¡Dante! ¡Aguanta, por favor, no cierres los ojos! —gritó mientras apretaba el cuerpo inerte de su jefe contra su pecho, con las manos ensangrentadas y temblorosas.El auto negro chirrió al tomar la curva a toda velocidad. Atravesaron los portones del hospital privado, y no bien se detuvo, Fabio salió con Dante en brazos como si no pesara nada, como si la adrenalina lo hubiese vuleto de acero.—¡Ayuda! ¡Es Dante Bellandi, joder, que alguien lo atienda ya!Puertas corredizas. Gente herida por todas partes. Gritos. Camillas chocando. Hombres de la Camorra con vendas improvisadas, miembros de la Cosa
El quirófano era un campo de guerra silencioso, donde el sonido de las máquinas era el único lenguaje permitido. Las luces blancas iluminaban el rostro pálido de Dante, quien yacía inconsciente, con el pecho abierto por manos expertas que luchaban contra el tiempo. El disparo había sido preciso, cruel, perforando cerca del corazón, rozando una arteria vital. Sangraba mucho. Demasiado.—¡Compresor, ahora! —gritó uno de los cirujanos mientras su asistente le secaba la frente empapada de sudor.Afuera, tras el vidrio opaco del quirófano, Fabio se aferraba a una esperanza invisible. No parpadeaba. No respiraba. Solo miraba. Al fondo del pasillo, Mirella lo observaba con una mezcla de miedo y dolor.En otra sala de urgencias, el cuerpo de Alexei Ivanov se estremecía bajo la presión de las manos que intentaban revivirlo. Estaba pálido, ensangrentado, frío. El pitido de la máquina ya no mostraba ritmo alguno.—¡Cárgala a doscientos! ¡Despejen! —gritó la médica, con el desfibrilador en manos.
Dos días pasarondesde que el caos se desatóen la villa Bellandi. El mármol agrietado de las fuentes ya no rezumaba agua sino cicatrices. Las estatuas partidas y los escombros habían sido recogidos con manos temblorosas, manos que aún llevaban sangre seca entre las uñas. Los restos de los leales caídos —hombres que habían servido a Dante hasta su último aliento— ya habían sido enterrados en lo más alto del jardín, bajo los olivos, donde el viento aún olía a pólvora.Los cuerpos de los hombres de la Camorra y la Cosa Nostra habían sido reclamados por sus respectivas familias. Se los llevaron en silencio, sin discursos ni lamentos, porque en la guerra no hay tiempo para el duelo, solo para planear el próximo movimiento. Se hablaba en voz baja, entre las sombras de los corredores, de una alianza que se tejía con rabia y sed de venga
El salón era amplio, adornado con retratos antiguos y vitrinas de cristal que resguardaban botellas de whisky envejecido y armas de colección. El humo de los puros flotaba denso en el aire, mezclándose con el olor a cuero, sudor y resentimiento. Una única lámpara colgante bañaba la larga mesa de roble con una luz amarillenta, lanzando sombras largas sobre los rostros de los hombres reunidos allí.—Siempre lo supe —espetó un hombre de mandíbula cuadrada y ojos pequeños, exhalando una bocanada de humo—. Dante Bellandi fue un error de continuidad. Le dieron un trono solo porque nació con el apellido adecuado. Ni siquiera se ha manchado las manos como los verdaderos hombres.Una risa gutural resonó al otro lado de la mesa. Era Severino Cutraro, un viejo de piel curtida, barba rala y mirada astuta, con cicatrices que hablaban de una juventud violenta. Jugaba con un anillo g
La noche había caído sobre Moscú con la elegancia gélida de un susurro. A través de los grandes ventanales, los copos de nieve danzaban suavemente como si ejecutaran una coreografía invisible. Las luces doradas del salón se reflejaban en los cristales, creando un efecto de vitral sacro, como si el lugar fuese el altar de una ceremonia torcida.Svetlana estaba sentada a una mesa larga y desmesurada, cubierta por un mantel de lino blanco impoluto. Candelabros de plata ardían con una llama firme, proyectando sombras danzantes sobre los muros altos decorados con molduras barrocas. Todo era perfecto. Demasiado perfecto. Tan perfecto que dolía.El vestido azul topacio que llevaba puesto resaltaba el color pálidode su piel, pero lo que realmente la inquietaba era el diseño. A primera vista, parecía una pieza de alta costura: bordado delicado, falda de tul vaporosa, mangas semi transparen
La habitación era distinta. Más grande, más cálida, con una cama de sábanas limpias y una colcha de lino beige que parecía haber sido recién planchada. Había una lámpara en la esquina, cuya luz amarillenta bañaba el ambiente con una suavidad engañosa, como si intentara maquillar la oscuridad que había detrás de todo eso. Incluso había un baño privado con una toalla doblada y jabones pequeños como en los hoteles de lujo. Pero no había ventanas. Y la puerta… seguía cerrada con llave.Svetlana estaba sentada sobre la cama con las piernas juntas, las manos entrelazadas sobre el regazo y los hombros rectos. Su espalda apenas tocaba el cabecero. No se recostaba. No podía. Era como si el solo hecho de descansar fuese una traición a sí misma.Tenía los ojos fijos en la puerta.No parpadeaba.No pestañeaba.Solo miraba.Y no pensaba en nada.O al menos, eso era lo que intentaba hacer.Porque pensar significaba recordar. Y recordar… dolía.El cuerpo no le dolía aún, o al menos no de la forma en
Las últimas tres noches habían sido un infierno de pensamientos. Dante no había podido dormir, no realmente. Había cerrado los ojos, sí, pero su mente seguía despierta, corriendo en círculos, afilando ideas como cuchillas, descartando lo inútil y puliendo lo necesario. Volvía a los mapas mentales, a las rutas de escape, a los rostros de sus enemigos… reorganizando cada parte del plan como si su vida dependiera de ello. Porque esta vez, dependía. Su vida, la de Svetlana, y la de todos los que llevaban su nombre en el pecho.Y cuando el tercer amanecer lo encontró despierto, con los vendajes aferrados a su torso como un recordatorio de su fragilidad, supo que ya no había vuelta atrás.La habitación estaba en penumbra. Un halo tenue se filtraba por la rendija de la persiana, proyectando líneas difusas sobre el suelo de madera y las sábanas blancas, arrugadas, de la cama de hospital. El aire olía a desinfectante y a algo más denso: incertidumbre.Dante se incorporó con esfuerzo, los venda