La biblioteca tenía el aire espeso de las decisiones que no admiten corrección. La mesa baja, el tatami desplegado con pulcritud, la caja de olivo cerrada como un corazón. Afuera, el jardín de la villa olía a cítricos y a mar; adentro, a té tostado y a cuero viejo. La luz caía en diagonal, desnudando las motas de polvo que flotaban como pequeños testigos.
—Esto debe ser una mala broma —soltó uno de los japoneses, poniéndose de pie con un chasquido de tela.
El Oyabun, Hitoshi, solo lo miró. No hizo falta palabra. El hombre se volvió a sentar, con la nuca rígida y la dignidad a medio tragar.
—Señor Bellandi —empezó Hitoshi, con la parsimonia de quien afila mientras habla—. No entiendo el porqué de su propuesta, pero imagino que debe ser por un motivo muy significativo. Sin embargo, debo decirle que mi hija ya está prometida a alguien más.
No aclaró a quién. No fue necesario. Bastó con mirar al hombre que tenía a su lado: el wakagashira, rostro surcado por cicatrices que parecían líneas d