Capítulo 247

La villa, ese día, respiró distinta. No era solo el peso de los cuerpos, era el de las lealtades tensas que colgaban del techo como lámparas: treinta hombres japoneses ocupando pasillos y galerías, su disciplina sin ruido; y, alrededor, el pulso grave del clan Bellandi, los calabreses, la familia entera desperdigada como piezas de ajedrez muy conscientes de cada casilla. El aire olía a cera de madera, a té tostado, a pólvora dormida.

En el corredor principal, la alfombra engullía pasos y palabras. Hombres con trajes negros y guantes impecables se cruzaban con otros de chaquetas oscuras y mirada que no pedía permiso. El tintineo de la vajilla en el comedor —Mirella, Olivia y Mara coordinando a las chicas del servicio— era un metrónomo discreto que mantenía a la casa latiendo. En el jardín, los jardineros trabajaban con una devoción sobreactuada, como si podar un seto fuera una plegaria por la calma.

En el ala este, un susurro de radios en los oídos de los guardias de Dante. Rocco alzó
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