Capítulo 245

La villa respiraba en silencio, con las luces bajas encendidas como luciérnagas disciplinadas y la bruma del Tirreno trepando por los cipreses. En el patio, hombres con manos de mecánico y pasos de gato arreglaban, una a una, las piezas invisibles del protocolo: el camino de grava peinado, las cámaras dormidas en ángulos ciegos, el personal llevado a una coreografía de murmullos. En la biblioteca, el tatami recién desplegado olía a paja limpia; sobre una mesa baja, reposaba una caja de olivo con la veta como un río antiguo. En la cocina, el vapor de un caldo de pescado besaba las ventanas y se mezclaba con el perfume tibio de la bergamota.

Dante atravesó el vestíbulo mientras ajustaba el puño de la camisa. No había dormido. Tenía el cansancio grabado debajo de los ojos y, aún así, el cuerpo en ese estado eléctrico que antecede a la guerra o a una boda. Svetlana lo miró pasar desde el umbral del cuarto con ese gesto de alguien que también había vivido demasiadas madrugadas así, pero qu
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