Las paredes de la sala estaban revestidas con madera oscura, gruesa, olorosa a cigarro viejo. Una larga mesa de mármol negro dominaba el centro, iluminada por lámparas industriales que colgaban sobre las cabezas de los presentes como cuchillas.
Dante Bellandi se mantenía de pie. No usaba chaqueta, solo camisa negra, mangas arremangadas, las venas marcadas en los antebrazos, el rostro helado, sin rastro de las heridas que aún ardían bajo el vendaje de sus costillas. A su lado, Ásgeir, Gregor, Erik y Versano —que no decía nada, pero observaba todo como un espectro incómodo entre lobos.
Frente a él, representantes de diez clanes. Viejos capos, jóvenes promesas, traidores disfrazados de aliados. Todos convocados por un solo motivo: la guerra.
—Antonio Mancini ha cruzado una línea que no voy a tolerarar —comenzó Dante, su voz grave, sin adornos—. Se metió con mi sangre.
Un murmullo se movió entre los presentes. Nadie osaba interrumpirlo, pero la tensión se sentía como un nudo que apretaba