El vehículo se detuvo en medio del bosque, a una veintena de kilómetros de la casa. El aire estaba helado y olía a humedad, a tierra mojada y a pino. Las luces del coche apenas rozaban el sendero de grava que se extendía hasta un pequeño claro donde una furgoneta negra aguardaba con el motor apagado.
Svetlana bajó primero. Llevaba el abrigo abierto, el cabello recogido en una coleta improvisada, y los ojos ansiosos, expectantes, como si le doliera cada segundo que aún la separaba de su madre.
—Es aquí —dijo Rico, saliendo de la furgoneta y levantando una mano.
Gregor y otros dos hombres descendieron detrás de Svetlana, formando un perímetro automático. Nadie necesitaba decirlo: la zona estaba asegurada, pero la paranoia era parte del nuevo protocolo.
La puerta lateral del vehículo se abrió.
Y entonces, ella las vio.
Tatiana, su madre, envuelta en una manta gris, con el rostro más pálido que nunca. Sus manos delgadas sostenían con firmeza a Anya, que se mantenía dormida sobre su regazo