La biblioteca seguía oliendo a madera envejecida, a cuero, a tinta dormida. Svetlana estaba sentada en la silla de Dante, los papeles abiertos frente a ella como mapas de una guerra en la que no había querido participar, pero que ahora tenía que ganar.
Giovanni se mantenía de pie cerca de la estantería, confundido, mudo, atrapado entre el deber, el deseo y la falta de respuestas. Ella lo había mirado con fuerza, con esa autoridad cruda que no se aprendía… se nacía con ella.
—Habla —le había exigido—. No me digas que no sabes nada. Dante tuvo que haberte dicho algo, nombres, contactos... un plan.
Antes de que él pudiera reaccionar del todo, alguien golpeó la puerta con urgencia.
Uno de los hombres encargados de la vigilancia —Marco, un veterano silencioso que había servido a la familia desde tiempos de Vittorio— entró sin pedir permiso, con el rostro tenso y las manos ligeramente crispadas.
—Señora Bellandi —dijo, usando el título por primera vez—. Acaban de llegar… unos hombres. Están