El murmullo sordo de la televisión aún flotaba en el aire, como un eco que se negaba a desaparecer. Svetlana no escuchaba ya las palabras. El rostro de Dante, congelado en la pantalla, esposado, de rodillas, con la cabeza en alto… ese retrato bastaba para anclarla en una realidad que no quería aceptar.
Por un instante, sus piernas flaquearon. Lo suficiente como para que Tatiana, su madre, se adelantara unos pasos con un gesto temeroso. Pero Svetlana alzó una mano al aire, firme, imperativa. No iba a caerse. No podía permitirse caer.
—No —susurró para sí misma—. Este no es el momento.
Se obligó a erguirse, a alzar la cabeza como lo había hecho Dante, como lo hacían los hombres que dirigían imperios de sombras. Sintió el dolor punzante en el pecho, esa mezcla de rabia y miedo que amenaza con quebrar a cualquiera. Pero no a ella. No esta vez.
Porque en ese momento lo entendió con una claridad absoluta: era su turno.
Cerró los ojos apenas un segundo. Respiró hondo. Inhaló una bocanada den