El cielo comenzaba a volverse gris sobre el Lago di Como. No era lluvia aún. Era ese tipo de nublazón cargada que no mojaba la piel pero sí la conciencia. En la propiedad, el ruido de motores apagados, pasos controlados y voces en susurros sustituía lo que alguna vez fue música, copa de vino y risas lejanas.
El corazón del clan se había vuelto un músculo tenso.
Svetlana estaba en el vestíbulo principal, enfundada en ropa de viaje: pantalón negro ajustado, camiseta de cuello alto, botas de combate y una chaqueta de cuero con hombreras sutiles. Nada de adornos. Nada de joyas. Solo propósito.
Giovanni la observaba desde el corredor, preparado también, pero aún sin la presencia que ella exudaba como una sombra sólida.
Ásgeir se acercó en silencio, acompañado de uno de los hombres más jóvenes del grupo recién llegado. Lo llamaban Rico —un tipo de rostro afilado, mirada inquieta, pero lealtad comprobada en su historial.
—¿Instrucciones para la casa? —preguntó Ásgeir sin rodeos.
Svetlana alz