Las luces de la sala de operaciones de la DEA eran un pulso frío: fluorescentes que zumbaban como un enjambre enfermo, pantallas táctiles plagadas de mapas, cámaras y la leyenda operativa proyectada en una pared de vidrio. Hileras de agentes se movían como piezas en una mesa demasiado grande; café derramado, llaves que tintineaban, radios clavadas en la oreja. En el centro, un gran tablero con la foto de Dante Bellandi y la palabra —OPERATION BELLANDI—. Era la hora de decidir si por fin lo atrapaban o si, como sugerían voces prudentes, intentaban negociar para que bajara la guardia.
—Tenemos la información completa —dijo el líder de la operación, con las palmas apoyadas en la mesa—. Testigos, ubicaciones, punto ciego en la retaguardia. Si lo hacemos ahora, lo tenemos.
—O lo perdemos —repuso otro con la voz desgastada—. Si su gente detecta el movimiento, desaparece en cinco minutos. Yo voto negociación; entramos por él cuando baje la guardia.
Antes de que la decisión terminara de airea