La ciudad nunca dormía. De día el sol la barnizaba de oro; de noche, las luces de la torre más lejana titilaban como faros. Había fuentes que murmuraban y coches que llegaban y partían sin ruido, como si la ciudad misma respetara el silencio de aquel lugar. Dentro, la vida transcurría con la cadencia lenta y sagrada de lo que al fin se sabe ganado.
Svetlana se movía descalza sobre el parquet tibio, con un camisón de seda que olía a jabón y a talco. En sus brazos dormía Erika, húmeda de leche y de sueño, la respiración pequeña y perfecta contra el pecho. En la otra mano llevaba la taza que Dante le preparaba todas las mañanas: café con cardamomo, tibio, servido en una taza que siempre dejaba una marca pequeña en el borde de la mesa.
Dante entró al salón sin hacer ruido, como si conociera la arquitectura del silencio. Venía de la sala de control, aquella que nadie veía: una habitación pequeña con pantallas encriptadas y hombres de confianza que le traían reportes en sobres. Porque sí, l