Dante se incorporó despacio del sillón donde había estado con Svetlana, que acunaba a la pequeña Erika sobre su pecho. El cambio en su expresión fue inmediato: los músculos tensos, la mandíbula apretada, los ojos oscurecidos por una sospecha que jamás se equivocaba.
—Dámelo —ordenó.
El silencio se hizo en la estancia. Svetlana lo siguió con la mirada, inquieta, percibiendo en su tono esa sombra que solo aparecía cuando algo muy serio se avecinaba.
Dante colocó la caja sobre la mesa de caoba. Era elegante, envuelta en un papel sobrio, gris marfil, con un lazo de seda negra que caía como una serpiente. Demasiado perfecto, demasiado limpio. Con un solo movimiento cortó la cinta, retiró la tapa y entonces lo vio.
Tres muñecos.
Pequeños, artesanales, con ropitas finas cosidas a mano. Dos eran niños: uno con un traje de lino azul, el otro con un conjunto blanco con botones diminutos. El tercero era una niña, con un vestido blanco de encaje. Bonitos. Inocentes. Un regalo digno de una familia