La secuela del escándalo cayó como una onda sísmica: primero las sacudidas visibles —detenciones, renuncias espectaculares, caras conocidas convertidas en titulares— y después el temblor profundo que fracturó la confianza pública. No fue una suspensión temporal de la realidad; fue el colapso en cámara lenta de un edificio entero, con trabajadores que corrían por las escaleras y piezas que se desprendían sin aviso.
En Washington, los pasillos del poder se llenaron de cadáveres administrativos. Secretarios renunciaban en pantallas, con las voces quebradas por la vergüenza y los ojos clavados en un guion escrito por sus abogados. Audiencias de emergencia convocadas de noche; comisiones que pedían cabeza tras cabeza. En una sala de aparatos brillantes un senador legendario leyó su declaración con la piel de la nuca erizada y, al terminar, un joven del staff guardó una carpeta bajo la chaqueta y salió corriendo. En menos de veinticuatro horas, tres altos funcionarios fueron encontrados mue