Las SUV negras blindadas se desplazaban en formación cerrada, como lobos cubriendo a su alfa herido.
En el centro del convoy, imponente y silencioso, avanzaba el quirófano móvil. Su carrocería blanca parecía una anomalía entre tanto negro, pero por dentro era una cápsula de guerra.
Los neumáticos devoraban el asfalto a velocidad constante. Nadie hablaba. Solo el murmullo del viento, el ronroneo grave de los motores y el ulular distante de algún animal nocturno interrumpían el silencio. Calabria dormía… pero ellos no.
Dentro del quirófano, el aire pesaba.
Los monitores brillaban en la penumbra con luces verdes y ámbar.
Pip… pip… pip…
La vida de Dante Bellandi se reducía a ese sonido: un electrocardiograma midiendo cada latido que se resistía a morir. Cada inspiración era forzada por un respirador conectado a su tráquea. Cada tubo, cada vía, era una batalla por sí misma.
Svetlana no parpadeaba. Estaba sentada junto a la camilla, con una mano sobre la de él, lo observaba como si pudiera