El pitido de la máquina seguía sonando, insistente.
No de alarma. No de peligro.
De vida.
El cuerpo de Dante, inmóvil por días, había reaccionado.
Y en el centro de ese milagro, Svetlana aún estaba de rodillas junto a la cama, sosteniendo su mano, llorando en silencio. El tubo seguía en su garganta, impidiéndole decir todo lo que sus ojos ya gritaban. Pero no hacía falta.
Ella lo sabía.
Lo sentía.
Él había vuelto.
—Voy a buscar al doctor —dijo ella de pronto, como saliendo de un trance.
Soltó la mano de Dante con cuidado, se incorporó con lentitud, temblando aún por la sacudida emocional, y se giró para salir.
Y ahí seguía Giovanni.
De pie.
Quieto.
Demasiado quieto.
Sus ojos no estaban en Dante.
Estaban en ella.
Y había algo en esa mirada que ya no era tristeza.
Ni decepción.
Era... otra cosa.
Svetlana sintió ese peso. Esa presencia. Y durante un segundo, no supo si hablarle o ignorarlo.
Eligió lo segundo.
Abrió la puerta y con voz firme, llamó:
—¡Enfermera! ¡Doctor Ruggiero! ¡Dante h