Había esperado a que todos se recogieran. A que el ajetreo de la llegada se disipara, a que las voces bajaran el volumen. A que el mundo, finalmente, se callara.
Dejó sus botas junto a la puerta del salón y caminó en calcetines sobre el parqué. Abrió el bar de nogal con la parsimonia de un sacerdote abriendo el altar. Escogió una botella de whisky escocés, añejo, sin mirar la etiqueta. El corcho crujió. El líquido ámbar llenó el vaso con un sonido suave y redentor. No usó hielo.
El sillón de cuero frente a la chimenea era casi un trono de sombra. Se dejó caer allí con el cuerpo vencido por una guerra más interna que externa. Apoyó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. No encendió ninguna luz. No necesitaba ver.
Afuera, en el jardín trasero, se escuchaban pasos. Las voces de los hombres en turno. Uno murmuraba en noruego. Otro respondía en italiano. La guardia nunca dormía.
Pero Asgeir sí.
O al menos, esa noche, se permitió cerrar los ojos.
Le dio un sorbo al vaso. El fuego líquido l