La pequeña sala de revisiones médicas estaba silenciosa, iluminada por la luz blanca y suave que se colaba por los ventanales. Había un orden casi quirúrgico en ese lugar: instrumental esterilizado, armarios cerrados, una camilla perfectamente tendida.
Svetlana entró detrás de Ruggiero y se sentó al borde de la camilla, con la espalda recta, los brazos cruzados sobre el abdomen.
—No me gusta sacarme sangre —admitió en voz baja, con una sonrisa tensa.
—Nadie se ha muerto por una muestra —respondió él, colocando con cuidado un torniquete de goma entre sus dedos—. Pero sí por no hacerse chequeos a tiempo.
Ella no respondió. Solo extendió el brazo con una resignación elegante.
Ruggiero se movió con eficiencia. Le tomó la muñeca con suavidad, palpó la vena en la parte interna del codo y preparó la aguja con firmeza. Al ver que ella giraba el rostro, incapaz de mirar, sonrió con un dejo de ternura.
—Tienes que tomarte las cosas con más calma, Svetlana —murmuró mientras insertaba la aguja—.